12.19.2006

Metrallo en el trasero del mundo

ODA AL TURISMO
del juicio final
serán exonerados
porque también ese día
estaban apenas de paso.
JOSÉ PAULO PAES
Una vieja melancolía me llevó a sentarme en un parqueadero de camiones y buses a orillas de la Calle Colombia. Era un atardecer limpio y una buena cerveza fria parecía razón suficiente para aplacar la angustia de encontrarme de nuevo en una ciudad ajena. Esa vieja melancolía que al parecer no era otra cosa que la de querer regresar a un lugar imposible en el cual sentirme propio. Tal vez sea cierto el desarraigo del cual me acusa -y se acusa de paso- el viejo José Hernán. Un desarraigo debido a un movimiento tal vez no intencional de la inteligencia que nos llevó a la incómoda posición de no pertenecer a ningún sitio y que, como el poema de Kavafis, nos condena a no encontrar la salida huyendo a otra ciudad. Tal vez no se trate de ser demasiado cosmopolitas, sino todo lo contrario, entendernos lo suficientemente provincianos como para sentirnos inseguros de ocupar un lugar en el mundo. Más provincianos que cualquier parroquiano poseemos conciencia de un vasto mundo que no nos pertenece. Al frente de la vitrina donde reposan las papas fritas y los chitos de hace un año me arrepiento y pido una coca-cola en cambio de una cerveza. El tipo me mira extraño, pero me entrega la botella con desagrado. Por mi parte, me siento como un nuevo aborigen. De vuelta a un estado involutivo, perteneciente a una tribu incórporea y tecnológica, dotado de ritos que me conceden una nueva mitología, una visión del mundo tal vez precaria pero llena de sentido: también aspiro ese plano de trascendencia: tal vez, algún día, poder ser parte de la noosfera y comulgar enteramente con Dios, en su seno, renacido y lleno de gracia. Idiota convencido? Seguramente. Cualquiera que viva, cualquiera que colabore con este mar de crueldad llamado Ser Humano debe ser un Idiota Convencido. La cuestión de los discursos y la justificación siempre es a posteriori. Al frente mío, un tipo de mal aspecto entretiene a dos chicas. La una tiene un bebé entre sus brazos. La otra permanece cerca a la primera, como cuidando del bebé, o cuidándose ella misma. No tardo mucho en descubrir que la euforia del tipo obedece a los efectos obvios de la cocaína. Lo miro con recelo, no me siento con ganas de causar problemas en este lugar. Joder, habrá algún sitio en el que uno no cause malestar? El tipo se percata de mi existencia y me mantiene al margen, como esperando un mal movimiento de mi parte para liberar la tensión de la coca. Seguramente le fastidia mi pose afeminada bebiendo coca-cola pero no lo ve como motivo suficiente para armar la gresca. Un chico de unos 16 años se acerca a la mesa y entabla una conversación rápida con el envalado. El envalado lo deja a la espera un par de segundo mientras besa a la chica del bebé en brazos y le brinda un pico a la mejilla a la otra chica. Lleva al adolescente afuera, a la avenida y hablan con agitación. Se devuelven y van al lugar de la vitrina sucia de papas fritas y chitos viejos. Intercambian un par de palabras con el tipo de la tienda y se sientan de nuevo los dos en unas sillas rimax donde siguen la frenética charla. Las chicas se quedan en silencio, tristes, como con una pregunta en medio de sus ojos. Se devuelven a verme y las miro respetuosamente, desvio la mirada al sentir al paisa envalado regresar. Me vuelve a observar, como tratando de averiguar mi verdadera intención en ese lugar. A la mierda, no tengo que ver nada en cualquier mierda que se esté cociendo en este lugar ahora y no quiero terminar en el suelo por una estúpida confusión de un tipo alterado con la droga. No tarda en llegar un hombre de unos 40 años, con un bigote cómico y unos ojos asesinos. Pago la coca-coca, el tipo me tira las vueltas con evidente fastidio y me largo a caminar por la Calle Colombia hacia el Éxito. Son las 6 de la tarde, el cielo oscurece y el asfalto huele a tierra caliente. Obediente paso por el peatonal, tirado un indigente me pide plata. Paso encima de su pierna muerta. Me siento como un vampiro que ha perdido su noche por ir tras el secreto del crepúsculo. Tarareo una canción de Moonspell mientras observo la peregrinación de los buses hacia peores barrios, con su gente en medio, tantos sueños, tanta locura reunida en un mismo traste. Tal vez me sentiría mejor si me tocara tomar también a mí uno de estos feos buses, si tuviera un sitio seguro al cual ir en esta ciudad desconocida. Si en el trayecto entablara una conversación con un vecino o el sueño me cazara en medio de un caluroso embotellamiento. Entro al Éxito y me conforta el aire condicionado. Busco con la mayor prisa el baño. Al salir del baño, con una risa notable entre labios, me dirijo al vestier a arreglarme el cinturón que me ha quedado demasiado apretado. En el vestier hay un tipo que convida a un muchacho a medirse una ropa interior: es para mi hijo, sabes, es como de tu contextura. El chico parece quedar aterrado y el tipo le insiste: vienes solo, amigo? porque no te he visto con tus papás. Me asquea la situación y me provoca soltar un tubo de la cortina del vestier y metérselo culo arriba al pervertido, pero veo que el chico sigue el juego, sonriente, sabe bien a qué atenerse y sigue el juego. Jodido mundo. Me siento a tomar un tinto al frente de dos damas que en su juventud debieron haber enamorado a más de uno. Ser maricón en Medellín debe ser lo más de sencillo. Ves a la chica que te rompió el corazón hace una década sentada en el café Oma, sin que siquiera se percate de tu existencia, tus ojos desesperados y luego te seduce un mariconcito complaciente de 9 años en el vestier. No soy nadie para juzgar el corazón de otros.

12.05.2006

Inferno

Salgo de mi casa después de las 20:00. Es viernes entonces se respira un olor a frenética actividad humana, puestos de arepas, panaderías, las tiendas están abarrotadas de gente que bebe cerveza como si no hubiera un mañana. Es probable que no lo haya. Camino unas cuadras y tomo una buseta hacia el centro. Hedía espantosamente, un olor acre se suspendía en el aire como una niebla toxica. Joder, olía a culo, a obrero poco aseado, no tengo nada contra los obreros pero la higiene de muchos de ellos me espanta. A las pocas cuadras el ayudante del conductor, cuyo genotipo ya especifiqué, aunque en este caso era un muchacho no mayor de 15 años, nos pregunta a los únicos pasajeros, un tipo de unos 35 con una chaqueta de dril y gel en el pelo, y a mi, hasta donde íbamos “joder, dice centro, voy para el centro”. “ah, es que vamos varados”, me contesta. Nos devuelve el dinero, nos bajamos protestando y yo camino unas cuatro manzanas hasta la próxima avenida, a esperar el primer bus que pase. En el camino me topé con un grupo de adolescentes que, al parecer, salían de su grado de bachiller, prácticamente niños con corbata acompañados de adolescentes, casi niñas también, maquilladas como prostitutas, o mas bien como el cliché que se tiene de ellas, y vestidas con faldas increíblemente cortas para su edad y el frío que hacia. Finalmente pasa el bus, después de esperar unos diez minutos, pero el tipo resulta increíblemente lento y pocas cuadras después la rabia comienza a arder en mi estomago y murmuro por lo bajo blasfemias aprendidas hace una década. Al cruzar la avenida 30 se suben tres tipos por la puerta de atrás, yo hablaba por el móvil y uno de ellos, el que acercó a pagar, mira, no a mi, sino al puto teléfono. Yo lo miro, el idiota sigue hacia atrás y se sienta un par de puestos detrás mío.

Cruzando la 10ª una señora, que estaba sentada en la parte de atrás, corre hacia la cabina del conductor, algo gritaba pero no entendí que decía: volteo a mirar y uno de los tres tipos estaba forcejeando con un muchacho de unos 25, bien vestido y de buen aspecto, seguramente un galán en su barrio, y el tipo arremetía con un cuchillo mientras otro le gritaba al conductor que se detuviera o rompía el vidrio de alguna ventana. Los tipos saltan del bus antes de que este se detenga totalmente, el muchacho camina hacia delante y le digo, pregunta estúpida, “¿le hicieron algo?” el muchacho dice “si, me cortaron”, y se quita la chaqueta y del brazo izquierdo le manaba sangre como si fuera una puta fuente, golpeo con los nudillos en la ventana de la cabina y le grito al conductor “parce, rápido, que a este man lo chuzaron, a unos dos cuadras hay un Cai!” y el conductor se asusta y yo estaba aterrado de cómo sangraba el muchacho, en menos de tres minutos había dejado casi un litro de sangre regado dentro de la buseta, y no se me ocurrió vendarlo, puta mierda, tampoco tenia con que, y de alguna forma procuraba no acercármele, que no fuera a salpicarme la ropa. El conductor avanza las dos cuadras, no se si el cabrón aun esperaba que se subiera alguien porque seguía lento y yo gritaba histérico que el muchacho que iba a desangrar, abre la puerta de atrás y le grito a unos soldados que llamaran a una patrulla que acaba de pasar, que hay un tipo apuñaleado en el bus. El muchacho se baja, veo que tiene una cortada en la espalda, sobre el omoplato izquierdo, y otra en el costado derecho, aunque ninguna sangraba demasiado. A los pocos segundos aparece una moto de la policía, después otra, le preguntan al muchacho que le pasó, a mi no deja de angustiarme la forma en que sangra, los tarados le dicen que camine hasta el Cai, y el pobre desgraciado les hace caso. Un tipo valiente, caminar una cuadra después de sangrar de esa forma, subo al bus y veo los charcos de sangre brillante en el asiento y en el piso del bus, el conductor me sube a otro y me largo de la zona. El resto fue comer pizza, tres cervezas, medio paquete de Marlboro y Ladytron, pero eso es otra historia.

Y me doy cuenta que el infierno en Bogota no es un amanecedero en la avenida Caracas lleno de travestis donde los clientes hacen líneas de cocaína en la mesa, ni una pelea entre pandillas de el Quiroga y las Lomas, ni los baños de un rave donde un tipo se chuta heroína, ni la reunión de la junta directiva del Country Club, la ceremonia de santería en algún oscuro consultorio de un brujo en Chapinero o un container donde los indigentes fuman bazuco. O mejor, el infierno es una condición emergente en toda la ciudad, como si Bogotá fuera un trozo viviente y palpitante de él.